Tomado del libro Mis cartas al ausente - Bitacora de un secuestro.
PARTE DOS - Capitulo Cinco – Construyendo el OTA.
EL CASO WILLIAM ZAPATA (El Loco William)
Sucedió que un día domingo en septiembre de 1968, llegó en un vuelo del helicóptero procedente de Orito, un nuevo trabajador ocasional o “veintiochero” ...Enérgico, apareció como un relámpago, y acomodándose el poco pelo que tenía, William Zapata desembarcó y miró a su alrededor...
Corría el mes de septiembre de 1968, yo trabajaba en ese entonces para la empresa norteamericana Hannibal en la construcción del futuro Oleoducto Transandino - OTA, que empezaba en la estación Uno en Orito, se internaba montaña arriba hacia el páramo de los Alisales, y luego bajaba hasta el puerto de Tumaco en Nariño. Debido al avance de la obra me encontraba en el campamento de El Verde que, en esos días, estaba ubicado en una finca de propiedad de un señor llamado Floro.
Este sitio quedaba cerca de la inspección de Policía de Monopamba, jurisdicción del municipio de Puerres, en el departamento de Nariño. El campamento del Verde estaba situado arriba de Puente Once.
Allá conocí accidentalmente a un personaje que por su comportamiento logró llamar la atención de todos los compañeros de trabajo. Sin embargo este caballero tuvo un paso fugaz por el campamento y en ese momento no imaginé que volvería a encontrarlo en un futuro cercano, como sucedería pocos años después en, el ya más poblado, Orito Putumayo.
Sucedió que un día domingo en septiembre de 1968, llegó en un vuelo del helicóptero procedente de Orito, un nuevo trabajador ocasional o “veintiochero”. Se les decía “Veintiocheros” a los obreros, porque el contrato de trabajo tenía duración de veintiocho días. El recién llegado, según se supo, pertenecía a la nómina del contratista Roberto Ortiz Jácome, y su nombre era William Zapata.
Enérgico, apareció como un relámpago, y acomodándose el poco pelo que tenía, William Zapata desembarcó y miró a su alrededor. Buscó al funcionario que estaba encargado del helipuerto para saber cuáles eran las carpas de Roberto Ortiz. Obtenida la información tomó su equipaje, el cual consistía en un costal de cabuya donde supongo, traía sus pertenencias, y se dirigió en silencio hacia uno de los “dormitorios”, que en realidad eran unos tendidos de ramas sobre el pantanal, cubiertos por telas de lona, plástico y costales viejos para amortiguar el frío de la montaña.
En silencio se acomodó en el interior de una de las carpas y salió a reportarse a la oficina de personal, donde le indicaron quien sería, en adelante, el jefe o capataz con el que debía trabajar.
El recién llegado era un tipo aparentemente normal, de baja estatura, de piel trigueña, de poco cabello negro y lacio. Era de complexión más bien robusta, pero se mostraba enérgico y hasta un poco acelerado, de caminar basculante y sobresaltado en sus movimientos.
Por su acento paisa se suponía que era antioqueño o procedente de algún lugar del eje cafetero. Se le veía un poco desaliñado en su vestir, usaba unas ropas anchas y descuidadas; calzaba botas pantaneras (La macha). Al verlo, daba la idea que su apariencia física le importaba muy poco; pero eso sí, de todas maneras muy serio en su actuar. Desde su llegada William dio a entender que era un hombre de pocos amigos, y que era un “cusumbo solo profesional”. Lo suyo era permanecer aislado de los demás.
Pasó la noche y amaneció el día lunes. Todos los que formábamos parte del grupo constructor del oleoducto, debíamos tomar el desayuno desde las 5:00 a 5:30 de la mañana, para estar listos a las 6:30 Am, hora en que nos subían a los helicópteros que nos llevaban hasta el sitio de trabajo, montaña arriba.
Esa mañana, antes del abordaje, algo sucedió entre el capataz y el recién llegado, es posible que el jefe hubiese apurado de mala manera a William a abordar el helicóptero; o que le hubiera gritado exageradamente. Algo raro pasó. De todas maneras este fue el detonante que hizo explotar la ira del novato acelerado William Zapata. Jamás haía visto a un hombre tan indignado. Jamás!
¿Quién dijo afanarse? William se quedó estático y mudo en el mismo sitio. No subió al helicóptero para ir al lugar de trabajo, se quedó ahí mismo parado todo el día. Únicamente se movió del sitio para ir almorzar, y pasadas unas horas se refugió en las carpas.
Al día siguiente salió hasta el helipuerto, pero cuando el capataz intentó hablar con él, le advirtió en tono retador: “Usted no vuelva a darme órdenes y no me dirija más la palabra”.
El capataz no tuvo otra alternativa que reportarlo a la oficina de personal, y desde esta ordenaron que el personaje quedaba despedido y que debía regresar en el próximo helicóptero a Orito. El problema era que William, como decía llamarse, no le obedecía órdenes a nadie, y mucho menos a los gritos.
Al tercer día de su presencia, ante la inmanejable terquedad del testarudo pasajero que no obedecía de ninguna manera la orden de subir al helicóptero, el piloto capitán al mando, decidió colaborar y descendió de la aeronave e invitó cortésmente a William a tomar su equipaje y subir al interior de esta. Nada más fíjense lo que sucedió.
El ofuscado William saludó al piloto al mejor estilo militar, a lo que el piloto respondió de la misma forma y le dijo: “Señor, súbase que nos vamos para Orito”. El frustrado veintiochero, inmediatamente, tomando la posición de firmes, respondió: “Como ordene mi capitán, Así es como se trata a los hombres… Con mucho respeto”.
Días después, me contaron quienes iban en ese viaje, que William tomó asiento dentro del helicóptero y cuando estuvieron en pleno vuelo, decía repetidas veces para sí mismo en voz alta. “A mí no viene a darme ordenes cualquier hijo de tantas… Menos si no tiene rango”.
Habían transcurrido más o menos cuatro años desde el día que accidentalmente conocí al frustrado paisa veintiochero que solo duró 72 horas en El Verde. Ya corría en el calendario, aceleradamente el año de 1973.
Uno de esos días, inesperadamente, temprano en la mañana, apareció frente a mí él mismo personaje de la historia. Ya entonces habíamos fundado el sindicato de trabajadores de contratistas de la Texas para el Putumayo y Nariño “SINTRACOTEXAS”. (Más info)
Habíamos comprado una casa en la calle principal de Orito que nos servía como sede para el funcionamiento de la organización y la atención de los afiliados (La casa donde actualmente está la sede de la USO). La casa tenía un patio grande que debido a las constantes lluvias, era necesario cortarle frecuentemente el monte y la maleza.
Ese día que llegó William Zapata al sindicato, yo no lo reconocí inmediatamente, y creí que era algún otro trabajador ocasional que tenía problemas laborales con alguna empresa contratista. Lo saludé y le pregunté si podía ayudarle en algo. El hombre después de contarme ciertas cosas, muchas de ellas en forma incoherente, me dijo:
En ese momento ya había recordado quien era mi interlocutor, donde y bajo qué circunstancias lo había conocido, por lo que le dije: _Sígame que le tengo un trabajo. Usted me va hacer la limpieza de éste patio y debe quedar como una bandeja de plata. El hombre me respondió: “Tranquilo comandante que yo respondo por la obra”.
Frente a “SINTRACOTEXAS” había un pequeño restaurante y justo a ese comedero mandé a William para que le suministraran desayuno y almuerzo.
Después del desayuno se dedicó a trabajar muy laboriosamente y solo descansó un momento para ir a almorzar. El patio quedó como se lo requería. Una vez cumplido el encargo, la secretaria le pagó y William me agradeció con un fuerte abrazo, mientras me decía: “Comandante, a partir de hoy usted es mi amigo".
Tiempo después, regresó un día preguntando por mí y le dijo a la secretaria: “Dígale al compa que por favor me atienda un momento”. Cuando salí a su encuentro, me saludó y me dijo: “Comandante, esta vez no vengo a pedirle nada, solo quiero conversar con usted un rato… ¿Será que me puede atender?”.
Lo invité a sentarse y sin pérdida de tiempo empezó a narrar la historia de cuando prestó su servicio militar en el Batallón Guardia presidencial de Bogotá, exactamente en el año que fue presidente el general Gustavo Rojas Pinilla, creador de ANAPO y a quien llamaban “Gurropin”.
Sin perder la compostura y con absoluta solemnidad siguió diciendo: “Un día me encontraba en palacio, en turno de guardia en la puerta de la oficina de mi general Rojas Pinilla". _El presidente llegó muy de prisa, me llamó y me ordenó: “Soldado, debo salir durante una hora y mientras tanto usted se queda aquí; pero no parado en la puerta sino adentro en mi oficina”.
_Por supuesto yo obedecí la orden al pie de la letra. Entré al salón presidencial, cerré la puerta con seguro y durante este tiempo fui su remplazo y hasta aproveché para sentarme en la silla de mi general el presidente.